Saturday, February 11, 2006

¡SALVE VIRGINIA WOOLF!


Por Waldemar Verdugo Fuentes, un remoto lector de la escritora inglesa.










Virginia y Leonard Woolf.
La soberbia escritora inglesa partió adentrándose en las aguas del río Cise, con los bolsillos llenos de piedras. Para Virginia nada era real, a menos que lo escribiera, solía repetir:
“Mi muerte será la única experiencia que no describiré.”
Sus lectores nos ocupamos hoy de hacerlo.

INGENIOSA VIRGINIA WOOLF

VIRGINIA WOOLF
Fragmento de "El sentido de la vida"
Por Waldemar Verdugo Fuentes.

Suele decirse que la muerte trágica de Virginia Woolf fue el final de una vida de ansiedad desequilibrada, sin embargo, fecunda, al crear una de las obras literarias más entretenidas que podemos leer, encerrada en sus ocho novelas, dos biografías, un diario de vida, su epistolario y breves narraciones de original concepción. Vivió entre 1885 y 1941, partiendo por voluntad propia. Había nacido en Londres, en el seno de un hogar trizado, y transcurrió su infancia rodeada de personajes más o menos excéntricos, más o menos dementes o geniales. Aristócrata (su padre era Sir de la corona inglesa), educada por tutores en su hogar, fue constreñida a ser una señorita bien criada, dócil y silenciosa. Del trauma que le provocaron en su niñez las insinuaciones sexuales de un pariente próximo provendría su frigidez, su matrimonio no consumado, sus celos de la fertilidad ajena, su amor platónico por el cuñado, en fin, todo el desastre de su vida íntima, ruinas sobre las que erigió su inmensa obra literaria, plagada de jardines sorpresivos, edificaciones magníficas y senderos.
Vivió semi desolada, entre fantasmas y una necesidad anormal por crear su obra excepcional, cobrando existencia plena sólo cuando escribía. De Oriente le llegó el marido, un judío de nombre Leonard Woolf, educado en Cambridge, con entrenamiento en la India y provisto de diplomas y conexiones. Virginia vio en él “inteligencia y verdad” (según dijo), y lo quiso a su manera, anulado el instinto primordial. Entonces, Leonard simplemente asumió en su vida el oficio de médico y compañía. No les fue necesario más para mantener una relación que duraría treinta años, increíblemente sólida, pese a los quebrantos nerviosos de Virginia, sus crisis, que él enfrentó como pudo: se sabe que Leonard llevaba un diario en clave ceilanesa, y, cuando ella entraba en fase de anorexia, se sentaba a su lado, con paciencia adquirida en Oriente, y la iba convenciendo al alzar la comida hasta su boca.
Según su compañero, de quien Virginia Woolf tomó el apellido cuando publica su primer libro, la escritura sufría una enfermedad mental llamada “depresión maniática”, pero falta aún el estudio psiquiátrico definitivo, hasta donde sea posible diagnosticarla a través de sus libros. Han quienes sospechan hoy del monolítico sello de Leonard, pues una lectura a ojo común de la obra de Virginia no deduce el más mínimo rango de ser escritas de una maníaca depresiva, si acaso párrafos tristísimos de su Epistolario, dos o tres narraciones cortas (como “La muerte de la Falena”) y cabos sueltos en su Diario; en cambio, la suma de su obra es, ciertamente, un canto a la vida; son textos frescos siempre, llenos de energía; pienso que su arte literario está, justamente, en la captura que logró de cierta eufórica y gozada sensación alegre de la naturaleza. El historial médico de Virginia se resume en varios intentos de suicidio, reclusión en sanatorios, convalecencias en su hogar atendida por Leonard y enfermeras, jaquecas, colapsos, taquicardia, y, muy principalmente, insomnio. En su vida cayó y se levantó otras tantas veces, hasta que sucumbió, pero en su obra literaria jamás se muestra derrotada. Recurría a los trabajos manuales para equilibrar su desgaste nervioso, especialmente a la linotipia y encuadernación de algunos de sus libros y otros. Se desenvolvió entre una vida social intensa y el más absoluto reposo, lejos de gente y de libros. Al final, su deterioro físico la envolvió fulminante. Leonard la llevó a consultar un médico el 27 de mayo de 1941, en Lewis, donde residían, y no se detuvo al enfrentársele las aguas: al rescatar su cuerpo, los bolsillos de su ropa estaban llenos de piedras.
Había anunciado su muerte varias veces a sus amigas y lo dejó estampado en su Diario. En su carta de despedida a Leonard, escribe:
“Querido:
Quiero decirte que me has procurado una felicidad total.
Nadie podría haber hecho más de lo que tú has hecho. Por favor, créelo. Pero sé que nunca superaré esto y estoy destrozando tu vida. Nada ni nadie podrá disuadirme. Podrás trabajar y estarás mucho mejor sin mí. Ya ves que ni siquiera puede escribir esto, lo cual me demuestra que estoy en lo cierto. Todo lo que sé decirte es que hasta el momento en que me sobrevino esta enfermedad, éramos completamente felices. Fue gracias a ti. Nadie podría haber sido tan bueno como tú lo has sido conmigo desde el primer día hasta hoy. Todo el mundo lo sabe.
Virginia.”
Una amiga de ambos, Angélica Bell, declaró: “Cuando pienso en una relación matrimonial ideal, pienso en la de ellos, tomando en cuenta que ningún matrimonio es perfecto y ellos no tenían hijos. Lo que más admiro de su relación es esa íntima comprensión que ambos tenían de sus valores e ideales. Eran absolutamente honestos entre sí.” O sea, a pesar de este quiebre fenomenal de la pareja, Leonard y Virginia Woolf fueron un matrimonio sólido y aparentemente felices. Casi treinta años antes de su abrupta partida, él le escribía: “Si trato de decir que lo siento, me pongo estúpido.” En una carta fechada el 24 de mayo de 1912, Leonard le dice:
“ ¡La más querida y la más amada de todas las criaturas!
¿Has recibido alguna vez una carta que empiece así? En todo caso nunca habrás recibido una en la cual las palabras se acerquen tanto a la verdad de los sentimientos de quien la escribe o, más bien, se queden tan por debajo de ellos. ¡Querida Virginia, amada! Las palabras no expresan cuánto te amo. Es como cuando estoy contigo. Si trato de decir lo que siento, me pongo estúpido y empiezo a tartamudear; es como si una muralla de palabras se elevara frente a mí y allí, al otro lado, estás tú, tan tímida, tan hermosa, y con ese rostro querido que por verlo ahora yo diría cualquier cosa. Oh, Dios, no sé lo que escribo. Saqué este papel del diario y escribo ahora en la habitación de mi hermano rodeado de personas que hablan entre ellas y que me hablan a mí, para que tú recibas esta carta como te lo prometí, tengo que echarla al correo antes de las 11:45, y queda poco tiempo. Pero ellos no existen para mí, nada existe, salvo tú. Fui a ver a G.E. Moore después de cenar y me pasé toda la noche conversando con él, pero estuve pensando en ti todo el tiempo. Creo que si alguna vez llegas a sentir un grano o una partícula de amor por mí, seré feliz por el resto de mi vida. No sabes la oleada de felicidad que me inunda cuando te veo sonreír y cuando el tono de felicidad, que siempre anhelo, impregna tu voz como sucede cuando tus sentimientos de tristeza y pesar son ahuyentados. Querida Virginia, deseo, Dios sabe cuánto, nunca haberlos causado y que se ahuyenten para siempre.”
Cinco días después de que Leonard Woolf escribiera esta carta de amor, Virginia Stephen aceptó su propuesta de matrimonio. Tenía ella 27 años y estaba decidida a dedicar su existencia a la literatura, más precisamente a la creación literaria. E. M. Foster, uno de sus amigos, ha escrito que a Virginia le fascinaba recibir sensaciones –vistas, sonidos, sabores- y luego deslizarlas dentro de su mente, “donde tapaban con teorías y recuerdos; para después sacarlas fuera otra vez, mediante la pluma hasta un trozo de papel. Y entonces comenzaba la orquestación de las sensaciones descritas: su calibrada alianza, ajuste, renuncia, realce, todo ello dando origen a nuevas sensaciones, descritas hasta lograr una cosa, una, que para existir, debía ser análoga a una sensación. Porque no era acerca de algo que escribía. Era algo.”
En la Gran Bretaña de entonces, ¿cómo la vieron otros de sus contemporáneos?.
Nigel Nicolson: “Su voz era como terciopelo rojo. Uno le daba un grumo de información sosa como el plomo. Ella la devolvía luminosa como el diamante. Siempre que me alejaba de ella, sentía la sensación de haberme tomado dos copas del más excelente champagne. Era Virginia una realizadora de la vida. Esta frase es una de sus favoritas. Siempre dijo que el mundo estaba dividido en dos categorías: los que realzaban la vida y aquellos que la mermaban.”
Angélica Garnett: “Incluso si hablaba poco, emanaba de ella un enorme poder, una presencia como la de salvia estrujada.”
Frances Marshall: “Cuando se dejaba tomar por su propia conversa, Virginia solía abrazarse y mecerse de lado a lado.”
Clive Bell: “Después de almuerzo, mientras mirábamos caer y caer la lluvia en una oscuridad prematura, Lytton Stratchey me dijo: “Dejando de lado amoríos, ¿a quién te gustaría más ver venir por el camino?” Vacilé un momento, y él suplicó la respuesta, y le dije: “A Virginia, por supuesto.”
Louie Meyer, su ama de llaves en Monk’s House, la casa de campo en que habitó al final Virginia, dijo: “El señor Woolf bajaba a las 8 de la mañana para ver si ya estaba listo el desayuno de la señora. Él mismo preparaba el café pues a ella sólo le gustaba el que él le hacía. El señor subía el desayuno en una bandeja y yo lo seguía con el café que tomaban juntos en la cama de la señora. Luego ella se ponía a leer su correspondencia y a veces me parecía que no había dormido en toda la noche o que se había despertado muy temprano para escribir. Más tarde entraba en el baño y empezaba a hablar en voz alta como si hubiera alguien con ella, pero no había nadie, yo creo que pensaba en sus libros. Cuando al fin bajaba volvía a portarse como una persona normal.”
La obra de Virginia Woolf, es cierto, fue muy criticada mientras ella vivió. Se diría que más de uno de sus fantasmas adquirió la forma de alguno de los críticos feroces que la atacaron. La acusaron, por ejemplo, de la carencia de ideales en el alma de sus personajes; de su preocupación in crescendo por la estructura decorativa. Antes de partir Virginia, nadie alabó, por decir, su sentido del humor, o su lirismo tan extraordinario en una época en que ésta es poco frecuente. Los libros de Virginia, naturalmente, le quedaron grandes a los críticos de su tiempo: pocos, entonces, comprendieron que la trama woolfiana se desenvuelve hombre-adentro, como en la obra de Joyce, otro inglés ilustre. Virginia se desenvolvía naturalmente en las grutas interiores de la mente: ella transitaba porque sí en los mismos laberintos a los que Freud logró llegar luego de dedicarse a buscarlos toda su vida. Entonces, la acción en los libros de Virginia transcurre en los dominios del pensamiento, por eso canta al triunfo del espíritu sobre el cuerpo. Es cierto que su suicidio denunció, en fin, el triunfo del cuerpo sobre la mente, pero también su acto trágico rebela su grandeza: la de haber creado tan magníficos libros enfrentada a la lucha terrible que debió sufrir contra sí misma. Además de aquella que representaba el juicio negativo que se hizo, mientras vivió, de su obra.
Secretamente, los críticos que le fueron ajenos esperaban que los últimos escritos de Virginia la denunciaran como una mala escritora, o, al menos, tediosa; pero nunca vieron satisfechas sus expectativas. Por decir, el último volumen de “Diarios” –que ella redactó no mucho antes de morir- es un libro lleno de maravilloso ingenio, belleza y vitalidad. Nunca aburre al lector ocasional, no hay una línea de sentimentalismo ni ingenuidad sin dejar de expresar sensibilidad extrema en un asombro constante. En la vida que retrata en sus últimas páginas, es cierto, ha adquirido una férrea conciencia del paso del tiempo (“soy tan vieja; tan fea...”), pero no se expresa con cansancio de la vida. Su decisión tremenda, al fin, se puede decir, no fue por un aburrimiento mortal, sino por terrores súbitos que la asaltaban, como ráfagas, y que terminaron por ser más fuertes que ella. Cual conjurados, los miedos irrumpieron en sus días ciertamente atareados, porque, aún así, hasta su último día no dejó de escribir. A Virginia la mató la vida; es lo que reflejan estas últimas páginas plenas de una existencia madura que era feliz con su trabajo, pero desdichada más allá de la posibilidad de crear una obra de arte.
Ya había publicado “Flush” (1933) y “Los años” (1931), su novela larga (900 páginas), y aún entregaría “Tres guineas” (1938), “Roger Fry: Una biografía” (1940), y “Entre actos”, que estaba en imprenta el año de su muerte. En su “Epistolario”, en que la última carta es la despedida de Leonard que citamos, comparte sus múltiples asombros con quienes fueron sus amigas, sombro de vivir, de sus últimos viajes a Grecia, Italia, Francia, Irlanda, Holanda, Alemania... A pesar de que se quejaba de que los visitantes asiduos interrumpían su concentración, obviamente le gustaba la gente; algo que es visible, más que nada, en sus diarios. En el último volumen de “Diario”, que escribió hasta su último día, consigna a quienes veía: Elizabeth Bowen, Lytton Stratches, Rebecca West, Aldous Huxley, T. S. Elliot, Yeats, George Bernard Shaw... De Shaw, por ejemplo, en una ocasión escribe:
“Que impresionante es almorzar, en un día caluroso, con los Shaw... ojos verde mar, rostro encendido... Un hombre dotado de un perfecto continente, fuerza, agilidad –nunca interesante para mí-, poeta en ningún caso, pero ¡qué eficiente consumado, bien dispuesto y punzante arquero!.”
En otra ocasión, encontró a Yeats en casa de Lady O. Morrell:
“Lo oculto. En eso cree firmemente... He visto cosas. El colgador de su ropa se desplazó una noche por su habitación... Aprecié su extremada llaneza, sencillez y humildad; me gustaron sus elogios; me gustó él. Pero no puedo resolver el enigma del universo tomando té.”.
a diferencia de Shaw y Yeats, T. S. Elliot no era aún un monumento literario. Tenía unos cuantos años menos que Virginia, que lo llamaba “Tom”, y parecía sentir por él un afecto de hermana mayor. Pensaba de él que era inconmovible, frío, e inescrutable en materia de religión, pero lo apreciaba mucho y consideró su genio antes que otros:
“Tom vino a tomar el té ayer... ¡Cómo sufre! Sí: sentí surgir mi malhadado don de la empatía. Parece recibir tan pocas alegrías o satisfacciones del hecho de ser Tom... y reveló su pasión como rara vez lo hace. Un alma religiosa; un hombre infeliz; muy sensible y solitario, envuelto por completo en fibras de auto castigo, duda, engreimiento, deseo de calidez e intimidad.”
Resulta claro que los encuentros literarios de Virginia nunca se limitaron a tener simple carácter de complacencia para pasar el tiempo. Tomar en serio las palabras y la forma en que se articulan en una manera de enfrentar la vida. Para ella, el vínculo con otros escritores era infinitamente expansivo y profundo. Nadie pedía alegrarla o herirla con igual intensidad que un escritor. Era capaz de dolerse durante semanas por una crítica negativa o una carta sin responder. Su encuentro con E. M. Foster en la Biblioteca de Londres es legendario a causa de la ira que ella sintió ante sus observaciones condescendientes sobre la presencia de mujeres en el comité de la institución. La ofensa era particularmente dolorosa por el hecho de que provenía de un amigo y colega novelista. Así mismo, el ejemplo y el estímulo de otros escritores, vivos y muertos, eran para ella una constante fuente de alegría. De vez en cuando, enumera los libros que está leyendo: “La fuente sagrada”, de James, durante un festival italiano; “La vara de Aaron”, en la frontera alemana, Dante, Donne, Goldsmith, Thomson... Y ninguno es nombrado con tanta frecuencia y afecto como Shakespeare. Durante una visita a Stratford-on-Avon, donde nació el autor, Virginia intenta describir la sensación de su omnipresencia:
“Sí, todo parecía decir “aquí estuvo Shakespeare”, y era como si él se alzara y echase a andar... Está serenamente ausente-presente, ambas cosas a la vez, irradiando en torno al visitante. Sí, en las flores, en el antiguo recinto, en el jardín; pero nunca se lo podía atrapar. Después fuimos a la iglesia, y ahí estaba el absurdo busto florido, pero lo que no había calculado era la presencia de la losa gastada y sencilla, puesta hacia el lado incorrecto. Querido amigo, en nombre de Dios, hay que contenerse. Una vez más parecía ser entero de aire y sol, sonriente con serenidad: pero ahí abajo, yaciendo a poca distancia de mí estaban los negros huesos de quien había esparcido sobre el mundo esta vasta iluminación.”
Además de su frecuente actividad compartiendo con otros escritores contemporáneos suyos, o, como en un rito secreto, visitando aquellos lugares en que descansan los mayores, en sus diarios y en sus cartas nos dejó el testimonio de sus frecuentes reuniones familiares, en que la visitaba su hermana Vanessa, y su cuñado, la anciana madre de Leonard, amigos íntimos del matrimonio Woolf. Un bello documental dirigido por Julian Jebb para la BBC, rescató la impresión que de Virginia quedó entre quienes compartían su círculo, como:
Lord David Cecil: “Yo creo que Virginia era lo que podría considerarse un genio. Un genio es alguien distinto a todos los demás y que entrega a los otros una nueva visión del mundo. Ahora, al leer su obra el lector ya no vuelve a ser el mismo de antes.”
Janet Vaughn: “Fue una persona que no se detiene ante nada y salta un obstáculo que cualquier otro no se atrevería, si no tuviera un sólido puente por donde pasar.”
G. Rylands: “Virginia era un genio, en ese sentido de que tiene algo que no se puede pensar de nadie más. Es el genio de mi generación, un verdadero genio literario con un encanto particular.”
Elizabeth Bowen: “Yo pienso que es el único genio con quien he convivido, la excepción, el único genio con quien he estado en su casa, con quien he compartido la cena, con quien he caminado.”
R. Mortimer: “Era una Madona burlona y divertida.”
W. Plomber: “Una mezcla de un Van Dyck y un Botticelli.”
Angélica Bell: “Es una visión; si no te satisface y no la vas a ver bien, no puede agradarte. Hay mucha gente a quien no agrada, piensan que todo es sólo una explosión, un hablar y hablar sobre sí misma. Pero si te atrapa, simplemente te deleita.”
Quentin Bell: “Un genio que arrasaba con todo. Hay un retrato de Virginia pintado por Vanessa donde sólo se percibe el óvalo de la cara, no hay un rasgo de su rostro, pero de manera asombrosa nadie puede decir que no es Virginia. Ella siempre quería saber qué hicieron sus amigos antes de llegar a visitarla, preguntando sobre las cosas más banales y rutinarias, pero todo parecía sorprenderla. Hacía preguntas superficiales, como: ¿adónde fuiste ahora? ¿Qué viste? ¿Qué desayunaste? Y le parecía interesante cada respuesta que se le daba. Cuando conocía a alguien lo interrogaba, quería saber todo sobre su vida.”
Nigel Nicolson: “Me preguntaba: ¿Qué hiciste hoy?. Nada, sólo fui a la escuela y aquí estoy. No, no, empieza desde el principio, me refutaba. ¿Qué te despertó? Yo pensaba un poco y contestaba, el sol. Se inclinaba y proseguía: ¿Qué clase de sol, suave o agresivo? Y así continuaba. Era una especie de juego, pero también una lección de observación. Desde entonces comprendí que la obra de Virginia se basa en la observación de los caracteres humanos, en su comportamiento, en sus gestos.”
Ella escribe en su tomo final de “Diario”:
“Fue muy divertida la fiesta de Ethel anoche. Disfruté enormemente, y resulté todo un éxito (sí, eso creo) con el viejo Tonks, y el apagado Holmes, y los Charles Morgans que querían cenar, y todo eso... Lo difícil es combinar las dos cosas: el aquí y el allá. Si me dedicara mucho a esta clase de asuntos, debería renunciar a mi potestad sobre la palabra, creo; sin embargo, antes de comer lo único que quería era hablar banalidades con otras personas. Pero esa es la dificultad; no dejarse lisonjear, domesticar... Sin no pudiera manejar los dos planos, entonces sería escritor. Al menos, eso pienso. Y a la edad de 53 años, aún estoy luchando, y todavía, gracias a Dios, tengo el ímpetu, la percepción de la gloria y la agonía, y nunca me he acostumbrado de Virginia debió ser el no haberse “acostumbrado a ninguna de esas cosas.”
Como escritora, entonces, consideraba que su campo de trabajo era el mundo. De igual forma, sin embargo, requería aislamiento, tiempo y privacidad. Por ello solía dar paseos donde y cuando podía, a menudo bajo la lluvia y el viento, inventando escenas, elaborando diálogos, imaginando personajes. Llevó una extraordinaria manera de vivir. En ocasiones, hablaba a la naturaleza, a los árboles, a las piedras, a las aguas... Parecía sentir como a un amante oculto en las cosas, que hacía su intimidad vedada al mundo ordinario. Esta especie de locura por tal pasión desatada al entorno, la hacía “por fin sola.” Y cuando el mundo la acosa de manera demasiado intensa, sus excusas son tiernas y lastimosas: “Sólo tengo 10 minutos.” Otras veces el “Diario” ofrece una página en blanco que invita a la meditación o al recuerdo, como un Dios para el no creyente. Sin embargo, algunos pasajes, los más extensos, tienen la mesura y honestidad de la plegaria.
La vida de Virginia Woolf, tal como está registrada en sus diarios, es la aventura de una mujer ingeniosa, corajuda y vital, a pleno pulmón en contacto con las cosas y las gentes, con nuevos libros por leer y escribir, nuevas fronteras por cruzar: planeaba, con Leonard, hacer un viaje a China. Nunca parece haber perdido su capacidad de asombro, ni la gratitud por la presencia de lo que le era familiar, antiguos amigos, viejos libros, su hogar, y, por sobre todo, Leonard, su compañero: “ ¡Que gran descanso es conversar con él! Que expedita salida al aire libre y a la frialdad del día: que fuente de exaltación; sí, y lo tengo cerca todos los días... La vida es un don, el don de decirle al momento, a este mismo momento: detente, cuan bello eres...”. Virginia gustaba leer los diarios de escritores de otras épocas, y sabía que un Diario no es en modo alguno más simple o menos complejo que otro libro. Para ella era éste un género literario por excelencia, dotado de sus propios sonidos, reglas, límites y recursos. Nunca leemos en sus diarios algún ejercicio o boceto que podría usar luego en una novela. Ella empleó estas anotaciones diarias como una red en que fue capturando hechos y conversaciones antes d e que se difuminaran en su pensamiento. En todo su trabajo, entonces, aún en este plano de suprema intimidad, se alzaba su razón de escritora, con todas las dificultades de este sino. Digamos que escribió sus diarios para descansar de la “concentración” que le imponían sus otros libros, iniciando este ejercicio desde sus comienzos, cuando publica “El viaje afuera” (1915). Sus otros libros son: “La marca en la pared” (1917; “Jardines Kew” (1919); “El cuarto de Jacob” (1922); “La señora Dalloway” (1925). En 1927 publica “Al faro”, en que ya aplica formalmente su original manera de comunicarse de tú a tú con el lector. Hablando como lo hacían los antiguos narradores de cuentos que solían atravesar los desiertos de la tierra. Luego publica “Orlando” (1928, que Jorge Luis Borges traduce al castellano en 1937); “Un cuarto propio” (1929, y también traducido por Borges al castellano, en 1956). En 1931 Virginia publica una de sus obras más leídas hasta ahora: “Las olas”.
En sus diarios vanos leyendo la impresión que le brindaron la buena o mala acogida que tenían sus libros, y también dejaba allí el agotamiento que la inundaba luego de corregir pruebas de imprenta, por ejemplo, anotando: “En verdad, debiera pedir disculpas a este cuaderno por usarlo como lo hago, para registrar mi desorientación...”. Cuando un crítico sugiere que una de sus obras representa “la muerte de una escritora potencialmente grande”, Virginia se muestra irritada inicialmente, pero luego avergonzada de su irritación: “Esta es apenas una gota de lluvia; quiere decir, la clase torpezas que un estudiante con granos en la cara acostumbra a cometer, así como suele disfrutar de dejarle a alguien un sapo en la cama.” Pero la crítica la hace dudar de la conveniencia de experimentar en diversas formas narrativas, para luego perseverar que, en la forma que fuese, era sólo una la identidad, ella era Virginia en cuanto escribía: “No seré famosa y grande. Seguiré aventurándome, cambiando, negándome a amoldarme, a ceñirme a un estereotipo.” Cuando muere su amigo Roger Fry, dice sentirse “paralizada” y teme no ser capaz de expresar sus sentimientos, no honestamente. Luego recrea una cita de Maupassant relativa a que el temperamento del escritor lo hace inválido de experimentar sufrimiento o alegría sin analizar la sensación. Le parece aún difícil la descripción de un paisaje, cosa que ella logró inigualablemente. En Siena escribe: “Está muy bien decir que uno hará motas de lo que ve, pero escribir es un arte muy difícil... Siempre se debe seleccionar... Al pensar en lo que se escribirá, parece fácil: pero las líneas se evaporan...”. Como escritora de tiempo completo, ¿qué opinan quienes la vieron trabajar?
Duncan Grant: “Nunca se sentaba para escribir. Lo hacía de pie frente a una mesa alta. Le habían hecho construir un alto banquillo donde a veces descansaba.”
Quentin Bell: “Le causaban gran placer las plumas fuentes nuevas, siempre nos pedía que le regaláramos plumas. Decía que le fascinaba escuchar el rasgueo de la pluma sobre el papel, era para ella como una sensación física.”
G. Rylands: “Era de esos escritores que se sumergen por entero en un mundo distingo, una perfeccionista, que corregía una y otra vez y sentía temor cuando el libro estaba publicado, pues sabía que ya no tendría oportunidad de corregir de nuevo. No era cuestión de enfermedad sino una especie de misticismo y de las personas que escriben con sentido de responsabilidad. No en la forma que lo hacía Somerset Maughan o Huxley, como un trabajo profesional, sino como lo hace un pintor o un músico, con inspiración.”
Lo cierto es que a Virginia Woolf, mientras vivía, no se le consideraba una gran figura literaria. Fue T. S. Elliot el primero que la reconoció como la primera escritora inglesa de su tiempo, y posiblemente del siglo XX. En lengua española se la reconoció de inmediato, luego de las traducciones de Borges. Pero en vida no conoció la fama; sólo entre su reducido círculo de amigos. En verdad ella murió decepcionada con aflicción por su cuerpo que ya se le iba quedando. Al estallar la 2da. Guerra Mundial, su casa de Londres fue bombardeada y el mundo de sus mayores desapareció; Leonard era judío y, a su vez, traspasó también a Virginia sus propios temores. Antes de terminar su último libro, ya se sentía exhausta y enferma definitivamente. Sus amigos recuerdan la época así:
Elizabeth Bowen: “La última vez que vi a Virginia fue pocos días antes de su muerte. Virginia estaba arrodillada remendando una cortina, se sentó sobre sus talones y echó la cabeza hacia atrás, sobre una mancha del primer sol de primavera, mientras reía a carcajadas, con esa risa sofocante, excesiva, deliciosa... Esta es la imagen que guardo de ella. Por eso me produce una sensación de desagrado que la gente quiera verla tan sólo como una mártir, como un ser trágico reclamado por el reino de las tinieblas.”
Angélica Bell: “No me había dado cuenta de la situación en la que se encontraba. El impacto de la guerra, las bombas, le habían provocado un nuevo ataque. La vi unos días antes de que sucediera, estaba muy inquieta y empezó a acosarme con demandas de cariño, esto era muy extraño en ella...”
Louie Mayer, su ama de llaves recordó luego que “cuando se enfermaba, caminaba muy despacio sin ver por donde iba, se golpeaba en las cosas... Fue a la hora de la comida cuando nos dimos cuenta de que no estaba. Yo había cocinado pierna de cordero en salsa de menta, que tanto le gustaba. Toqué la campana para que la señora oyera en su estudio en el jardín, y el señor Woolf bajó y dijo que antes iría a la sala a escuchar por radio las noticias sobre la guerra. Fue entonces cuando descubrió dos cartas sobre la cómoda, una para él y la otra para la señora Vanessa. El señor Woolf me dijo: “ ¡Oh Louie! ¿Adónde fue la señora? ¿Viste qué camino tomó? Creo que se ha suicidado.” Y salió corriendo camino al río. Yo fui a buscar al jardinero y fue él quien llamó a la policía. El señor encontró el bastón de la señora cerca del río, pero su cuerpo no se recuperó hasta tres días después.”
Leonard Woolf, que murió en 1969, en una entrevista que concedió a la BBC en 1967, leyó un extracto del diario de su esposa en que ésta narra lo que siente luego de escribir algo: “...hace quince minutos he terminado de escribir ¡oh muerte! Y he releído las últimas diez páginas con tal intensidad e intensidad e intoxicación que me parecía escuchar los ecos de mi voz, como cuando me vuelvo loca.” “Cuando mi esposa sufría sus ataques se deprimía mucho pues ya no podría escribir, leer, dormir, ver a las personas, y pensaba que nunca se recobraría. Al final me escribió: He vuelto a oír voces. Sé que esta vez no podré ganar. Pero no estaba loca, simplemente supe que su fin era irremediable".
© Waldemar Verdugo Fuentes.

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